Cuando el amor es de verdad, no importa el sexo, el color del pelo ni las arrugas del alma de quien te enamoras. Sentados en la terraza del Café Central, Luis, cogidas las manos de la persona a la que juró amor eterno hacía más de dos décadas, confesaba que su amor por ella había dejado de ser de verdad. Tal vez la rutina, la previsible compañía, el tedioso entendimiento... Quizás, saberlo todo ya el uno del otro. Ahora, Esther, -continuó explicando Luis-, no puedo respirar cuando me cruzo con ella, me da vértigo rozar su cuerpo al coincidir en el ascensor, percibo su olor y la sonrisa cambia mi cara de amargado profesor, he perdido la cabeza, concluyó. Y se hizo un tiempo de silencio. Esther retiró sus manos de las de su compañero, tragó hondas lágrimas que querían aparecer y dijo: Jamás te daré una segunda oportunidad. Así, se fue, dejando un latente desasosiego.
miércoles, 26 de febrero de 2014
martes, 18 de febrero de 2014
Exiliados
La tristeza se instaló en los moradores. Habitaban un espacio de miedo y vacío, donde la escasez era la palabra-contraseña. Miles de kilómetros, montañas y un desierto regado de lágrimas quedaron atrás. Ahora el campo de refugiado es un limbo permanente en el que sobrevivir; un triste método de vida.
miércoles, 5 de febrero de 2014
El jefe
El silencio quedó roto por el aguacero. El viento sopló durante toda la noche como si quisiera solidarizarse con su rabia. Dormir, lo que se dice dormir no iba a ser posible y las vueltas de un lado al otro de la cama acabaría por dejarla rendida cuando la oscuridad es vencida por la primera luz de la mañana. Noticias de las ocho sonando a modo de despertador y un alarido de angustia retumbó en la habitación. Hay que levantarse, no hay otra. Ducha templada, café amargo y buscar en la calle una razón para seguir. El coche, un turismo corriente, no la boicoteó y arrancó a la primera. Ahora adentrarse en la selva de la autovía, soportar el caos del tráfico para llegar a la oficina y sufrir de frente al grasiento de su jefe; un enchufado sin escrúpulos que no desaprovechaba ningún resquicio para insinuarse e intentar manosear su esbelto cuerpo de mujer. A la mínima lo denuncio, sentenció. Encendió el ordenador y al instante sintió sobre su hombro el aliento cargado de la bestia.
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