Días antes de que llegará el 14 de febrero ya andaba nervioso. Sabía que era cada vez más difícil sorprender. Habían pasado tantos años juntos, tantas cenas, tantas dedicatorias y tanta entrega que en esta ocasión no se le ocurría qué diseñar para que la próxima cita fuera un éxito.
Lo único que tenía claro era el lugar y la hora donde debían encontrarse. Llegarían, como de costumbre, a la cafetería del Hotel Britania a las nueve y treinta de la noche y él dejaría al lado del Vodka que ella pediría las llaves de la habitación. Una vez allí comenzaría la fiesta.
Se inclinaba esta vez por contratar a un joven artista para que pintara en la atlética espalda de ella uno de esos mandalas que tanto le fascinaban y después, los tres, se lanzarían a lo que surgiera. Seleccionó al mejor candidato y aguardó con ansias que llegara el momento.
Especialmente vestido y acicalado miró el reloj cuando faltaban escasos dos minutos para que ella llegara y su sorpresa fue total cuando la vio aparecer con Juan, su fiel compañero de departamento y vicerrector de la misma universidad en la que ambos impartían clases de Literatura.
Guapa como nunca, se acercó a la barra y cogió la tarjeta magnética que abría la habitación 214. La nueva pareja se perdió sin mediar palabra. Él se hundió bebiendo amargos tragos de whisky; su única compañía durante aquella fatídica noche de San Valentín.