Caminaba como si el largo abrigo le pesara. Como si en vez de con lana, aquel viejo gabán se hubiese tejido con hilos de acero. Remataba su altura con un sombrero gastado y anacrónico y a pesar de aquella desfasada indumentaria caminaba elegante por entre la multitud de las calles centrales. Nunca sonreía y siempre llevaba un cigarro encendido sujeto entre los labios.
Aquella gélida tarde de invierno, entró en El Café de Los Tristes, pidió un coñac y se quitó el sombrero. Descuidadamente lo dejó sobre la barra y de un solo trago bebió su copa. Dejó varias monedas y salió dejando allí su sombrero.
Una jovencita de no más de doce años salió tras él para entregarle lo que había olvidado. Señor, señor su sombrero, gritó la chica. Él no solo no volvió la mirada sino que apresuró la marcha.
Señor, señor... Insistió la joven.
En ese momento el extraño caminante se quitó el abrigo y lo tiró al suelo. En segundos una bruma densa, húmeda y opaca abarcó toda la calle. Él era la niebla.