Solitario e introvertido. Así creció y vivía Ray. A sus cuarenta y largos años no se le había conocido novia y apenas conservaba amistades de la infancia. Su mundo se reducía al encriptado paisaje gris de su madre; una octogenaria dulce consagrada a los cuidados de su único hijo. Madre soltera trabajó duro para dar una buena educación y mucha ternura a su vástago; su verdadero amor. La dificultad de Ray los unió aún más y en ese microcosmos creado entre ambos lo único que alteraba el paso de los días era la llegada de las estaciones. Aquella tarde como tantas, salió a dar su paseo por la Alameda. Bajó con cuidado la escalera del portal y se dirigió hacia el banco donde estaba su horizonte; pasos contados, semáforos sonoros y calles conocidas. Pero, aquel intruso y maldito escalón le hizo tropezar. Cayó de bruces perdiendo sus gafas oscuras. Acto seguido una mano cálida le ayudaba a incorporarse. Nunca optó por un perro guía. Aquella mano se convirtió desde aquel día en su seguro asidero. Eva es hoy su compañera y madre de sus tres pequeñas.