En la quietud de la tarde, entre el alboroto de tareas, órdenes y esquemas, la casa suda feliz, sólo falta que llegue el padre para que esté completa. El desorden crece porque los hijos dejan en libertad cachivaches, lápices y absurdas herramientas. A través de sus ojos la madre navega en la inocencia y la bondad de los hijos. Ella quiere encontrar la llave que guarde el temor, las dudas y ese miedo que dice llamarse futuro. La insistencia obliga y el agua de las duchas limpia los malos humores si es que los hubo a lo largo del día. Entre los trozos de pan y el amarillo ocre de las tortillas, bailan las risas y confidencias; esa confianza se sigue sentando a la mesa cada noche en la hora de la cena. Nadie le había dicho antes que la felicidad era eso.