Su padre por contra, veneraba cual Romeo impenitente la extensión heredada. De la tierra procedemos, a la tierra volveremos y a ella debemos lo que somos, sentenciaba el viejo cosechador cuando advertía la desesperación de su hijo ante la ingente tarea de recolectar la siembra. Con rumiada obediencia, Ginés, tachaba días en el calendario esperando dejar atrás la armonía callada de aquellas hectáreas.
Tan lejos del mar, en los atardeceres Ginés, solía ver como el sol penetraba la línea final del horizonte perdiéndose dentro de su misterio y anhelaba ver ese mismo sol que pierde incandescencia bucear en las olas saladas. Era su sueño. Por eso decidió ser farero.
Así con la legalidad de sus dieciocho años, Ginés obtuvo el primer puesto en la selección del Faro Poisot ubicado en un impresionante tómbolo de la Costa Atlántica a miles de kilómetros de la casa paterna. Dejó de hundir las manos en los terrones y de sufrir por las inclemencias del cielo y los vientos. Ahora los vientos eran aliados en los sonidos de la noche y la linterna de su faro, junto con la máquina de rotación le acompañaban mientras chequeaba las señales marítimas en ayuda perpetua a marineros y navegantes.
Así con la legalidad de sus dieciocho años, Ginés obtuvo el primer puesto en la selección del Faro Poisot ubicado en un impresionante tómbolo de la Costa Atlántica a miles de kilómetros de la casa paterna. Dejó de hundir las manos en los terrones y de sufrir por las inclemencias del cielo y los vientos. Ahora los vientos eran aliados en los sonidos de la noche y la linterna de su faro, junto con la máquina de rotación le acompañaban mientras chequeaba las señales marítimas en ayuda perpetua a marineros y navegantes.
Para no olvidar a los suyos mimaba un pequeño huerto anexo al faro que le regalaba frutos y vegetales dorados por el sol y abonados por pequeñas partículas de sal. Y a la luna le pedía una sirena a la que poder leer cada noche sus poemas.