Poco antes de que los domingos fueran amargos, solían reír, mirarse a los ojos y sentir. Eran días de productividad regalada en los que tejían una alianza que presumían insondable. Aquella tarde cuando él abrió la puerta, la tierra donde echó raíces su amor, tembló y se resquebrajó dejando trepar el recelo como mala hierba que arruina todo. Sofía soltó su maleta y sin palabra que mediara entre años de ausencia, le abofeteó. Venía de llorar días enteros por no aceptar la muerte oficial de Luis. Recuperar una vida robada por el naufragio no era posible. En la casa del faro, ya no sólo habitaban Luis y Olga, ahora eran tres.