Tantos años que sólo con mirar la forma, brillo o luz de sus ojos sabía que no pasaba por un buen momento. Su fortaleza andaba en guerra con esa mala racha de salud que le robaba la alegría. Fueron juntas al colegio, pasaron la adolescencia, compartieron confidencias de amores y secretos, disfrutaron viendo crecer a sus hijos y siempre había hueco para festejar con una buena copa de vino y conversar hasta el amanecer en caso que se terciara. Pero ahora, Natalia no hablaba. Cabeza gacha se limitaba a decir hola y volver a ese mutismo insondable en el que se instaló. Marina supo que el teléfono no era solución. Así que, cada tarde acudía a sentarse un ratito junto a su amiga y la acompañaba con una taza de té caliente. Marina la ponía al día de lo que ocurría fuera, le traía y llevaba novedades de lo que acontecía y le soltaba una larga retahíla de planes futuros que tenían como protagonistas a ambas. Natalia inexpresiva, a veces sonreía y otras le devolvía una lánguida mirada abandondada. Así transcurrieron meses hasta que una tarde de octubre, Marina rompió su silencio y entre sorbo y sorbo al té, se le escapó un, gracias amiga.